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martes, 26 de diciembre de 2017

La historia de la Navidad, nunca mejor contada.

En el principio ya existía la Palabra […] 
Aquel que es la Palabra se hizo hombre, y vivió entre nosotros. 
Juan 1.1, 14 

El Autor de la vida 

SENTADO ANTE el gran escritorio, el Autor abre el gran libro. No contiene palabras. No contiene palabras porque estas no existen. Y no existen porque no se necesitan. No hay oídos para oírlas, ni ojos para leerlas. El Autor está solo.

Toma el gran bolígrafo y empieza a escribir. Como el artista combina los colores y el tallador sus herramientas, el Autor une las palabras.

Hay tres. Tres únicas palabras. De esas tres surgirá un millón de pensamientos. Pero la historia pende de esas tres palabras.

Toma su bolígrafo y escribe la primera. T-i-e-m-p-o.

El tiempo no existía hasta que Él lo escribe. Él, Él mismo, es sin tiempo, pero su narración se encerrará en el tiempo. La obra que comienza a escribir tendrá un primer amanecer, un primer movimiento de la arena. Un comienzo… y un término. Un capítulo final. Él lo sabe antes de escribirlo.

Tiempo. La distancia de un paso en el sendero de la eternidad. Despacio, tiernamente, el Autor escribe la segunda palabra. Es un nombre. A-d-á-n.

Mientras escribe, lo ve. El primer Adán. Luego ve a los demás. En mil eras, en mil tierras, el Autor los ve a todos. A cada Adán. A cada hijo. Los ama al instante. Los ama para siempre. A cada uno le asigna un tiempo. A cada uno le señala un lugar. No hay accidentes. No hay coincidencias. Sólo designio.

El Autor les promete a los que aún no han nacido: Los haré a mi imagen. Serán como yo. Reirán. Crearán. Nunca morirán. Y escribirán.

Tendrán que hacerlo, porque cada vida es un libro, no para leerse, sino para escribirse. El Autor comienza la narración de cada vida, pero cada vida escribirá su propio final.

¡Qué riesgosa libertad! Habría sido más seguro haber terminado la historia de cada Adán. Escribir cada alternativa. Pudo haber sido más simple. Más seguro. Pero no habría sido amor. Amor es amor sólo si se escoge.

Así es que el Autor decidió dar a cada hijo un bolígrafo. <<Escriban con cuidado>>, susurró.

Con todo amor, deliberadamente, escribió la tercera palabra, sintiendo ya el dolor. E-m-a-n-u-e-l.

La más grande mente en el universo imaginó el tiempo. El juez más justo concedió a Adán una elección. Pero el amor fue el que dio a Emanuel. Dios con nosotros.

El Autor entraría en su historia.

El Verbo se haría carne. Él, también, nacería. Él, también llegaría a ser humano. Él, también tendría pies y manos. Él, también tendría lágrimas y pruebas.

Y, lo más importante, también tendría que hacer una elección. Emanuel se erguiría en la encrucijada de la vida y la muerte, y haría una decisión.

El Autor conoce bien el peso de esa decisión. Hace una pausa y escribe la página de su propio dolor. Pudo haberse detenido allí. Hasta el Autor tiene que hacer una decisión. Pero, ¿cómo podría el Creador no crear? ¿Cómo podría un Escritor no escribir? ¿Y cómo podría el Amor no amar? Así es que Él elige la vida, aunque esta signifique la muerte, con la esperanza que sus hijos hagan lo mismo.

Y así, el Autor de la Vida completa su historia. Clava el clavo en la carne y rueda la piedra sobre la tumba. Sabiendo la elección que va a hacer, conociendo la elección que todos los Adanes van a hacer, escribe: <<Fín>>. Cierra el libro y anuncia el principio- <<¡Hágase la luz!>>

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Lucado, M., (1996), El trueno apacible, Nashville, TN (EE.UU), Editorial Caribe. Páginas 21-25.

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