El diezmo como mandamiento: ¿es obligatorio?
Aunque el diezmo es anterior a la ley (una costumbre oriental instalada desde antaño) pasa a ser una obligación exigible para Israel en el momento en que Dios lo introduce en la ley.
Para nosotros que vivimos en el tiempo de la dispensación de la gracia, y en el ejercicio de esa libertad ontológica con la que Dios nos creó, podemos decir que ningún mandamiento es obligatorio. No suele ser un enfoque tradicional, pero es el más acertado: ningún mandamiento es una obligación.
La razón es sencilla. Si algo es una obligación, necesariamente debe existir alguien o una entidad que se encargue de obligarnos. Para eso, alguien nos controlará, y en caso de incumplimiento, nos castigará.
En cuanto a los mandamientos divinos, un estudio pormenorizado de las Escrituras nos muestra que Dios entregó los mandamientos más bien como enseñanzas y consejos para que el hombre tenga bienestar al cumplirlos. Y lo que se suele percibir como un castigo, en la mayoría de los casos suelen ser la simple consecuencia de la conducta vedada.
Si obedecen mis decretos y mis ordenanzas, encontrarán vida por medio de ellos. Yo soy el Señor.
Levíticos 18:5
Los supuestos castigos que Dios envía por incumplir los mandamientos no se tratan (en muchos casos) estrictamente de castigos propiamente enviados por Dios, sino que eso ha sido más bien una manera en que los hombres de la antigüedad han entendido determinados acontecimientos. El mejor acercamiento al tema nos lleva a concluir que los tales castigos no son más que la simple consecuencia que se deriva de una conducta (todo efecto tiene una causa); conducta que se intentó prevenir mediante un mandamiento.
Una forma ilustrativa de mostrarlo es la siguiente: yo le doy la orden a mi hijo de que se abrigue porque hace frío, de lo contrario podría contraer neumonía y morirse. Acto seguido, mi hijo sale desabrigado a la intemperie. Se enferma de neumonía y se muere. No fui yo, como padre, que le envié la neumonía ni la muerte para castigarlo por haber desobedecido mi orden de abrigarse, sino la simple consecuencia de haber salido desabrigado (o lo que es lo mismo decir, la consecuencia de haberme desobedecido). Tampoco yo le di la orden de abrigarse por capricho, sino que se la di para protegerlo.
Cuando Dios le dice a Adán y Eva que si comen del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal morirían, no era un castigo asociado a un capricho divino, sino que era el anuncio de lo que ocurriría si se le abría la puerta al mal. Cuando Dios le dice a Eva que Adán la sometería, no es eso ni un castigo que Dios le impone, ni mucho menos el plan de Dios para la mujer, es simplemente el anuncio de la consecuencia de haberle abierto la puerta al mal. Lo mismo con el parto doloroso: no es la voluntad ni el deseo de Dios que la mujer sufra al parir. De hecho, la propia expresión bíblica nos muestra que el diseño original de Dios para el parto no necesariamente contenía el dolor, por eso anuncia que de ese momento para adelante tendría dolor. Si uno analiza la propuesta de vida paradisíaca, el dolor no tiene sentido alguno en un cuerpo que no está diseñado para morir, y en un ambiente libre de mal (sin inclemencias del tiempo, sin riesgo de lesiones, etc.). El dolor, elemento ausente en el diseño original divino, pasa a ser un mal necesario para nuestro instinto de conservación en un mundo nuevo que le acaba de abrir la puerta a la muerte y al mal. De ahí que, nuevamente, sin ser ni el deseo ni la voluntad de Dios que fuera así, lo que Dios hace es anunciar como serían las cosas en el nuevo escenario.
Una de las formas de entender adecuadamente esto es observar el contexto en el que Dios pronuncia sus afamados Diez Mandamientos. Los hebreos acababan de ser rescatados de la cruel esclavitud egipcia. La palabra mandamientos no es mitzvá o mitzvot, que en hebreo significa ordenanza en el sentido más estricto. La palabra mandamiento en hebreo es devarim, que se traduce más exactamente como “palabra”, “consejo”. De hecho, en el encabezado de los diez mandamientos, se traduce:
Y habló Dios todas estas palabras, diciendo:
Éxodo 20:1
No dice “habló estos mandamientos”, sino “habló estas palabras”.
Acto seguido en el pasaje Dios se presenta como el libertador de Israel, no como su nuevo faraón o su nuevo opresor. Por lo tanto, no le presenta órdenes como se las presentaba el faraón, sino consejos para que sean libres.
La motivación correcta para obedecer los mandamientos de Dios nunca debe ser el miedo al castigo divino (que en muchas ocasiones, como se vio, no es tal), ni tampoco es válido obedecer por tener a alguien que me controla y me obliga. De hecho, la iglesia no es una institución pensada para ejercer control sobre sus miembros.
En ese sentido, ni el diezmo ni la ofrenda, ni ninguno otro mandamiento es una obligación en términos prácticos, porque nadie obliga a diezmar. A nadie se le descuenta del sueldo el diezmo ni nadie concurre a intervenir la caja de un comercio cuyo dueño es cristiano para obtener el diezmo. Y nunca debería ser así, dado que el diezmo como cualquier otro mandamiento, necesariamente debe ser un acto voluntario, que nazca desde el corazón de la persona, porque en primer lugar ama a Dios, y porque ha entendido que lo que Dios pide es por su bien. Esa es la obediencia genuina y válida a los mandamientos, y es la obediencia que Dios pretende.
En este contexto, entonces, yo me tomo los mandamientos como una exigencia, como una obligación para mí mismo, pero no porque alguien o alguna institución me lo impone.
En la época de Israel, el diezmo era una exigencia porque estaba en la ley. Si en el tiempo de la ley era una exigencia, como no ir nosotros más allá de la ley, el día de hoy, para honrar a Dios y sostener su obra en la tierra.
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